Había una vez, un genio que salío de la botella nada más que para convertirse en rey. Entonces le ocurrió que comenzó a brotarse de un color verde obscuro, casi fangoso, y sus dientes a alargarse y afilarse, y su rostro a estirarse, hasta adoptar la forma de un lagarto. Su magia nada podía hacer para remediarlo, por lo que el "rey lagarto", tal como se lo conoció desde entonces en toda Mauritania, comenzó a pronunciar toda clase de edictos absolutamente descabellados, sin reposar siquiera a pensar que algunos se contradecían con otros. Es que al salir de su botella, limpia y cristalina, forzó el vidrio que la formaba, y vióse el genio reflejado en ese espejo. Y ya sabéis, que no debe verse uno en un espejo roto.
Su insanía iba y venía, cual corcél de calesita, en un ciclo único y continuo. Sus pieles caían y volvían a crecer, y finalmente, el rey lagarto se resignó a que no volvería a adoptar ya más su vieja túnica de seda y su bello color azul en los ojos. Entonces recordó que un viejo sabio le había dicho alguna vez que "cada uno está en su mambo". La frase retumbó en su ya segmentada memoria con tal fuerza, que al cabo de unos días, el rey no se volvió a molestar en pensar en su transmutación. Y retomó sus edictos descabellados, y rió por todos los bosques, y lloró por todos los lagos, y fingió no molestarse por aquello o lo otro. Y sí, si cada uno está en su mambo....
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