Aquel diecinueve de diciembre hacía un calor mayor al habitual, y no era el Sol. La atmósfera estaba cubierta de un halo especial, y la rutina, no nos permitió presentirlo.
Entonces cainamos desde Guardia Vieja y Pringles hasta la luthería de Mercuri. Su guitarra en reparo, nos aguardaba allí, lista para ser usada. Al volver estudiamos un poco y luego retomamos el sendero de la música y la pavada casi por instinto o naturaleza.
Pero hubo un punto en la tarde, un momento inesperado en que nuestros sueños de juventud se quebraron ante la posibilidad remota de poder contemplar la Historia en un real presente. Entonces tuve que partir, volver a casa antes que el toque de queda y fue allí, en la soledad del camino, mientras bajaba por Corrientes hasta Aráoz, cuando topé con los primeros vestigios de la debacle: calles cortadas, olor a quemado, fuego de papeles, fuego en los ojos....gritos, murmullos, desesperación.
Fue cuando mi genereación, que era la de los que jamás escribimos nada, la que nació en ésto sin ejemplos, y absolutamente alienada y protegida por fantasmas, se topó con las primeras líneas de un cuento inesperado.
Era diciembre de 2001 y los manuales escolares aún no hablaban de estos tiempos. Las páginas se completaban y sucedían entre autoritarismos, guerras e ideas. Pero aquí nada de eso. Aquí el infierno se abría de par en par por minucias, y el diablo metía la cola y pinchaba en cada uno de nosotros empujándonos al caos. Madurar fue la reacción inequívoca, para ver los días de mi propio calendario sumergirse para siempre en los anaqueles de una nueva biblioteca. Y ya nunca volvimos a ser anónimos.